miércoles, 6 de junio de 2012

Salmo 139

Salmo 139 Tú me examinas y me conoces El salmo 139 es una obra de arte. Toda su estructura está revestida de brillo poético, con figuras literarias altamente inspiradas. El salmista se instala en las aguas profundas de sí mismo y el centro de atención, contra todo lo que hubiésemos esperado, no es él mismo sino Dios. Y el punto focal es siempre un "Tú". El salmo 139 es un instrumento ideal para la oración de contemplación porque está de tal manera organizado, tanto pedagógica como psicológicamente, con figuras literarias cada vez más expresivas y originales, que en la medida en que el alma trata de vivir el significado de esas metáforas, sin darse cuenta, se va a encontrar en el fondo del mar de la presencia de Dios. Una noche estrellada, un cielo azul, una montaña nevada, pueden evocarnos a Dios pero no son Dios mismo, son mensajeros o evocadores de Dios. Pero el alma no se contenta con la evocación sino que quiere la Presencia y la Figura, busca el manantial mismo, el glaciar de donde emanan todas las fuentes. Dios mismo. Y el salmo 139 llega al glaciar mismo. En los seis primeros versículos, en un despliegue de luz y fantasía, y mediante un racimo brillante de metáforas, el salmista siente la omnipresencia y la omnisciencia divinas envolviendo y abrigando con su Presencia al hombre por dentro y por fuera, desde lejos y desde cerca, en el movimiento y en la quietud, en el silencio y en la oscuridad. "Señor, tú me examinas y me conoces, sabes cuando me siento o me levanto, desde lejos penetras mis pensamientos. Tú adviertes si camino o si descanso, todas mis sendas te son conocidas. No está aún la palabra en mi lengua, y tú, Señor, ya la conoces. Me envuelves por detrás y por delante, y tus manos me protegen." En el versículo 6 el salmista queda pasmado, casi abrumado, por tanta ciencia y presencia, que lo desbordan y trascienden definitivamente. "Es un misterio de saber que me supera, una altura que no puedo alcanzar." En los versículos 7 al 12 la inspiración alcanza cumbres mucho más altas. El salmista acopla alas a su fantasía e imagina situaciones inverosímiles de lejanía, volando en un intento de fuga sobre las alas de la luz, cubriéndose después con un manto negro pedido en préstamo a la oscuridad, para ocultarse de este porfiado perseguidor… pero todo es inútil, es imposible. "¿A dónde podré ir lejos de tu espíritu, a dónde escaparé de tu presencia? Si subo hasta los cielos, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo sobre las alas de la aurora, y me instalo en el confín del mar, también allí me alcanzará tu mano, y me agarrará tu derecha. Aunque diga: "Que la tiniebla me encubra, y la luz se haga noche en torno a mí". no es oscura la tiniebla para ti, pues ante ti la noche brilla como el día." Vencido ante tal asedio del Omnipotente y convencido de la imposibilidad de cualquiera fuga, el salmista, en los versículos 13-16, desciende hasta el abismo final del misterio y allí descubre que Dios está presente con su acción creadora hasta en la sustancia primitiva del óvulo materno y que Él mismo, con manos delicadas, fue tejiéndome desde las células más primitivas hasta la complejidad de mi cerebro, y que si Dios desapareciera de mi presencia yo vendría verticalmente a la nada. Así, pues, Dios es la esencia de mi existencia, alma de mi alma, y vida de mi vida. En este mismo momento me está dando a luz a la existencia por amor, cada momento es un acto creador por amor, estoy dentro de Él y Él dentro de mí. Él está en torno de mí y yo en torno de Él. Soy, pues, hijo de la Inmensidad. Su aliento es mi vida y no puedo escapar de su Presencia. Mientras duermo velas mi sueño, si salgo a la calle caminas a mi lado, no hay distancias que puedan separarme de Ti ni tiniebla que pueda ocultarme, adonde quiera que yo vaya vienes conmigo, sabes perfectamente el término de mis días y las fronteras de mis sueños, definitivamente me desbordas, me sobrepasas, me transciendes. ¡Oh Presencia siempre oscura y siempre clara! ¡Oh Abismo insondable que fascinas y cautivas mi ser entero y sosiegas las tormentas de mi espíritu! Estás conmigo. Por eso no puedo alejarme de tu Presencia aun cuando en alas de un sueño mágico alcanzara la estrella más lejana de la galaxia más distante, allí también estarás conmigo. "Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime, tus obras son prodigiosas. Tú conoces lo profundo de mi ser, nada mío te era desconocido cuando me iba formando en lo oculto y tejiendo en las honduras de la tierra. Tus ojos contemplaban mis acciones, todas ellas estaban escritas en tu libro, y los días que me asignaste, antes de existir." En el versículo 17 el salmista, no pudiendo ya contenerse y conmovido por tanto prodigio, prorrumpe como extasiado en una serie de exclamaciones: "¡Qué incomparables me parecen tus designios. Dios mío! ¡Qué inmenso el conjunto de tus obras!" Si arrastrado por la admiración o la curiosidad me pusiera yo a enumerar una por una las maravillas de tus dedos, ¡vana ilusión!, es imposible, son más numerosas que las arenas de las playas. Y si en una hipótesis imposible llegara yo a transformar un imposible en un posible y acabara por enumerar los prodigios de la Creación, precisamente entonces me encontraría con el misterio supremo, inabarcable, inconmensurable, infinito: Dios mismo. "Si los cuento son más que la arena, y aunque termine, aún me quedas tú." Y en este momento como si saliendo de un paraíso de paz entrara en un campo de batalla, el salmista saca el rifle y comienza a disparar fieramente en todas las direcciones. ¿Cómo se entiende esta tempestad violenta después de tanta paz? No se trata de los enemigos personales sino de los enemigos de Dios. Se trata, pues, de ese sentimiento que la Biblia llama "celo por el honor de Dios": la misma cólera que sintió Moisés al romper las tablas de la Ley y sobre todo la misma santa indignación que sintió Jesús, que al ver transformado el templo en un mercado, armó aquel escándalo de proporciones empuñando un látigo de cuerdas y volcando las mesas de los cambistas. En los versículos finales, 23-24, el salmista desciende a los niveles profundos de su intimidad, y en una actitud de gran humildad se somete al juicio de Dios: Ante Tí están mis libros de cuentas, mis ríñones y mis huesos. "Entra en mi recinto, Señor", levanta un tribunal, averigua, escudriña, juzga, "no permitas que mis pies den un paso en falso". "Tómame de la mano y condúceme firmemente, todos los días de mi vida, por el camino de la sabiduría y de la eternidad"

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